La obra de arte, Jean Paul Sartre

1940

No queremos abordar aquí el problema de la obra de arte en su conjunto. Aunque dependa estrechamente de la cuestión de lo Imaginario, para tratarlo habría que escribir una obra especial. Pero parece que ya es hora de que hagamos las conclusiones de los largos estudios en que hemos tomado como ejemplo una estatua o el retrato de Carlos VIII o una novela. Las observaciones que se dan a continuación conciernen esencialmente al tipo existencial de la obra de arte. Y ya podemos formular la principal: la obra de arte es un irreal.

Esto se nos presentó claramente cuando, por ejemplo, considerábamos, con una actitud completamente distinta, el retrato de Carlos VIII. Comprendimos primero que este Carlos VIII era un objeto. Pero claro está que no es el mismo objeto que el cuadro, el lienzo, las capas reales de pintura. En tanto que consideremos el lienzo y el marco por sí mismos, el objeto estético Carlos VIII no aparecerá. No es que quede escondido por el cuadro, es que no se puede dar a una conciencia realizante. Aparecerá en el momento en que la conciencia, al llevar a cabo una conversión radical que supone el anonadamiento del mundo, se constituya a sí misma como imaginante. Ocurre aquí como con esos cubos que pueden verse, según se quiera, cinco o seis. No sería justo decir que cuando se ven cinco se oculta el aspecto del dibujo en el que, aparecerán seis, sino que más bien no pueden verse a la vez cinco y seis. El acto intencional que los aprehende como siendo cinco se basta a sí mismo, está completo y es exclusivo del acto que los aprehendía como seis. Así ocurre con la aprehensión del Carlos VIII en imagen que figura en el cuadro. Este Carlos VIII figurado por fuerza es correlativo del acto intencional de una conciencia imaginante. Y como este Carlos VIII, que es un irreal, en tanto que aprehendido en el lienzo, es precisamente el objeto de nuestras apreciaciones estéticas (de él diremos que es "conmovedor", que está "pintado con inteligencia, con fuerza, con gracia", etc.), nos vemos forzados a reconocer que, en un cuadro, el objeto estético es un irreal.

Esto es de bastante importancia si pensamos en la confusión que se hace ordinariamente en la obra de arte entre lo real y lo imaginario. En efecto, es frecuente oír decir que el artista primero tiene una idea en una imagen que luego realiza en la tela. El error consiste aquí en que el pintor, en efecto, puede partir de una imagen mental que, como tal, es incomunicable, y en que, al final de su trabajo, entrega al público un objeto que todos pueden contemplar. Se piensa entonces que se ha pasado de lo imaginario a lo real. Pero no es verdad de ninguna manera. Lo que es real – y no nos cansaremos de afirmarlo – es el resultado de las pinceladas, el empastado de la tela, su grato, el barniz que se ha pasado sobre el color. Pero precisamente nada de esto es el objeto de las apreciaciones estéticas. Por el contrario, lo que es "bello" es un ser que no podría darse a la percepción y que, por su misma naturaleza, está aislado del universo. Señalábamos antes, justamente, que no puede iluminárselo proyectando sobre la tela un pincel luminoso: lo que se ilumina es la tela, pero no a él mismo.

De hecho el pintor no ha realizado su imagen mental: sencillamente, ha constituido un analogon material tal que cada cual pueda aprehender esta imagen si sólo se considera el analogon. Pero la imagen así provista de un analogon exterior sigue siendo imagen. No hay realización de lo imaginario; lo más que podría hacerse es hablar de su objetivación. Cada toque de pintura no se ha dado para sí mismo, ni siquiera para constituir un conjunto real coherente (en el sentido en que podría decirse que tal palanca de una máquina se ha concebido para el conjunto y no para sí misma). Ha sido dado en relación con un conjunto sintético irreal y el fin del artista era constituir un conjunto en tonos reales que permitiesen manifestarse a este irreal. De tal manera, el cuadro tiene que ser concebido como una cosa material visitada de vez en cuando (cada vez que adopte el espectador la actitud imaginante) por un irreal que es precisamente el objeto pintado. Lo que aquí engaña es el placer real y sensual que dan ciertos colores reales de la tela. Algunos rojos de Matisse, por ejemplo, provocan un goce sensual en quien los ve. Pero tenemos que entendernos: si consideramos aisladamente este goce sensual – por ejemplo, si lo provoca un rojo dado de hecho en la naturaleza -, no tiene nada de estético. Es pura y simplemente un placer de los sentidos. Cuando, por el contrario, se aprehende el rojo en el cuadro, se aprehende, a pesar de todo, como formando parte de un conjunto irreal y es bello en este conjunto. Por ejemplo, es el rojo de una alfombra junto a una mesa. Por lo demás, nunca es color puro.

El artista, aun cuando sólo se ocupe de relaciones sensibles entre las formas y los colores, ha elegido precisamente una alfombra para reforzar el valor sensual de este rojo; por ejemplo, unos elementos táctiles tienen que ser intencionados a través de este rojo, es un rojo lanoso, porque esta alfombra es de tal materia lanosa. Sin esta característica "lanosa" del color, se habría perdido algo. Y sin duda que la alfombra está pintada para el rojo que justifica y no el rojo para la alfombra. Pero si Matisse ha elegido precisamente una alfombra más bien que una hoja de papel es a causa del amalgama voluptuoso que constituirían el color, la densidad y las cualidades táctiles de la lana. Como consecuencia no se puede gozar verdaderamente del rojo más que aprehendiéndolo como rojo de alfombra, luego como irreal. Y lo que más se haga notar en su contraste con el verde de la pared se perdería si no fuese precisamente rígido y "glacé" precisamente porque es el verde de un empapelado de la pared.

Es, pues, en lo irreal donde las relaciones de colores y de formas adquieren su verdadero sentido. E incluso cuando los objetos figurados vean su sentido usual reducido al mínimo, como en los cuadros cubistas, al menos el cuadro no es plano. Sin duda, las formas que aprehendemos no son ya asimilables a una alfombra, a una mesa ni a nada de lo que habitualmente aprehendemos en el mundo. Sin embargo tienen una densidad, una materia, una profundidad; mantienen relaciones de perspectiva unas con otras. Son cosas. Y son irreales precisamente en la medida en que son cosas. Desde el cubismo se tiene la costumbre de declarar que el cuadro no tiene que representar o imitar sino que tiene que constituir un objeto por sí mismo. Esta doctrina en tanto que programa estético es perfectamente defendible y le debemos muchas obras maestras. Pero tenemos que entenderlo. Si se quiere decir que el cuadro, por desprovisto de significado que esté, se presenta en sí mismo como un objeto real, se comete un grave error. Sin duda que ya no envía a la Naturaleza. El objeto real ya no funciona como analogon de un ramo de flores o de un claro del bosque, Pero cuando lo "contemplo", no por eso estoy en la actitud realizante. Este cuadro sigue funcionando como analogon.

Sencillamente, lo que se manifiesta a través de él es un conjunto irreal de cosas nuevas, de objetos que no he visto ni veré nunca, pero que no por eso dejan de ser objetos irreales, objetos que no existen en el cuadro, ni en ninguna parte del mundo pero que se manifiestan a través de la tela y que se han apoderado de ella por una especie de posesión. Y es el conjunto de estos objetos irreales lo que calificaré de bello. En cuanto al goce estético, es real pero nunca se aprehende para él mismo, en tanto que está producido por un color real; no es más que una manera de aprehender el objeto irreal y, lejos de dirigirse al cuadro real, sirve para constituir el objeto imaginario a través de la tela real. De aquí proviene el famoso desinterés de la visión estética. Por eso pudo decir Kant que es indiferente que el objeto bello, aprehendido en tanto que es bello, tenga o no existencia; por eso Schopenhauer pudo hablar de una especie de suspensión de la Voluntad del Poder. Esto no proviene de alguna misteriosa manera de aprehender lo real, que podríamos utilizar a veces. Sino, simplemente, de que el objeto estético está constituido y aprehendido por una conciencia imaginante que lo propone como irreal.

Lo que acabamos de mostrar a propósito de la pintura sería fácil mostrarlo también a propósito del arte de la novela, de la poesía y del arte dramático. No cabe duda de que el novelista, el poeta y el dramaturgo constituyen a través de análoga verbales un objeto irreal; tampoco cabe duda de que el actor que representa a Hamlet se sirve de sí mismo, de todo su cuerpo como analogon de ese personaje imaginario. Hasta es lo que permitiría terminar la famosa discusión a propósito de la paradoja del comediante. Ya sabemos, en efecto, que algunos autores insisten en que el actor no cree en su personaje. Otros, por el contrario, apoyándose en numerosos testimonios, nos muestran al actor llevado por el papel, víctima en cierta forma del héroe que representa. Nos parece que estas dos tesis no se excluyen mutuamente; si por "creencia" se entiende tesis realizante, resulta evidente que el actor no propone en absoluto que sea Hamlet. Lo que no significa en absoluto que se "movilice" completamente para producirlo. Utiliza todos sus sentimientos, todas sus fuerzas, todos sus gestos como análoga de los sentimientos y de las conductas de Hamlet. Pero por este mismo hecho los realiza. Vive enteramente en un mundo irreal. Y poco importe que llore realmente, con el arrebato del papel representado. Este llanto, cuyo origen hemos explicado más arriba, [1] lo aprehende él mismo – y con él el público – como llanto de Hamlet, es decir, como análoga de llantos irreales. Tiene aquí lugar una transformación parecida a la que indicábamos en el sueño: el actor queda cogido, inspirado totalmente por lo irreal. No es el personaje quien se realiza en el actor, sino el actor quien se irrealiza en el personaje. [2]

¿Pero no hay artes cuyos objetos parece que escapan por su naturaleza a la irrealidad? Un aire musical, por ejemplo, no envía a nada más que a sí mismo. ¿Una catedral no es simplemente una masa de piedra real que domina los tejados que la rodean? Pero miremos desde más cerca. Escucho, por ejemplo, a una orquesta sinfónica que interpreta la VII Sinfonía de Beethoven. Descartemos los casos aberrantes – y además al margen de la contemplación estética – en que voy "a oír a Toscanini" en su manera de interpretar a Beethoven. En general, lo que me atrae en el concierto es el deseo de "oír la VII Sinfonía". Me repugnará sin duda oír a una orquesta de aficionados, preferiré a tal director de orquesta o a tal otro. Pero esto se debe a mi ingenuo deseo de oír la VII Sinfonía "perfectamente ejecutada", precisamente porque me parece que entonces será perfectamente ella misma. Los errores de una mala orquesta que "toca demasiado de prisa", o "demasiado despacio", "sin seguir el movimiento", etc., me parece que velan, "traicionan" a la obra que interpreta. Lo mejor que puede ocurrir es que la orquesta desaparezca ante la obra que interpreta y, si tengo alguna razón para confiar en los ejecutantes y en su director, me aprehenderé como frente a la VII Sinfonía misma, ,en persona. En esto todo el mundo estará de acuerdo. Pero ahora, ¿qué es la VII Sinfonía "en persona"? Evidentemente es una cosa, es decir, algo que está ante mí, que resiste, que dura. Naturalmente, ya no hay que probar que esta cosa sea un todo sintético, que no existe, por notas, sino por grandes conjuntos temáticos. ¿Pero esta "cosa" es real o irreal? Consideremos ante todo que escucho la VII Sinfonía. Para mí, esta "VII Sinfonía" no existe en el tiempo, no la aprehendo como un acontecimiento fechado, como una manifestación artística que tiene lugar en la sala del Chátelet el 17 de noviembre de 1938. Si mañana, si dentro de ocho días, oigo a Furtwaengler dirigiendo a otra orquesta que interpreta esta misma sinfonía, de nuevo me encontraré ante la misma sinfonía. Ocurrirá, sencillamente, que estará mejor o peor tocada.

Examinemos ahora cómo escucho esta sinfonía: algunas personas cierran los ojos. En al caso, se desinteresan del acontecimiento visual y fechado que es la interpretación; se abandonan únicamente a los sonidos puros. Otros miran a la orquesta o la espalda del director de orquesta, Pero no ven lo que miran. Es lo que llama Revault d'Allonnes la reflexión con fascinación auxiliar. De hecho, se han desvanecido la sala, el director de orquesta y hasta la orquesta. Estoy, pues, frente a la VII Sinfonía, pero con la, expresa condición de no oírla en ninguna parte, de dejar de pensar que el acontecimiento es actual y fechado, con la condición de interpretar la sucesión de los temas como una sucesión absoluta y no como una sucesión real que tendría lugar, por ejemplo, en el tiempo en que Pedro, simultáneamente, visita a tal o cual de sus amigos. En la medida en que la aprehendo, la sinfonía no está ahí, entre esas paredes, en la punta de los arcos. Tampoco está "pasada", como si pensase: esta es la obra que en tal fecha germinó en la mente de Beethoven. Está totalmente fuera de lo real. Tiene un tiempo propio, es decir que posee un tiempo interno, (que transcurre desde la primera nota del allegro hasta la última del final, pero este tiempo no viene después de otro tiempo que continúe y que esté "antes" del ataque del allegro; tampoco está seguido por un tiempo que venga "después" del final. La VII Sinfonía no está en absoluto en el tiempo. Escapa, pues, totalmente a lo real. Se da en persona, pero como ausente, como estando fuera de alcance. Me sería imposible actuar sobre ella, cambiar una sola nota suya, o disminuir su movimiento. Sin embargo en su aparición depende de lo real: que sufra un síncope el director de orquesta, que estalle en la sala un comienzo de incendio, y la orquesta dejará de tocar en el acto. No concluyamos de todo esto que entonces aprehenderemos la VII Sinfonía como interrumpida. No, pensaremos que la ejecución de la sinfonía ha sufrido una detención. ¿No se ve claramente que la ejecución de la VII Sinfonía es su analogon? Esta sólo se puede manifestar por analoga que estén fechados y que tengan lugar en nuestro tiempo, Pero para aprehenderla en estos analoga hay que llevar a cabo la reducción imaginante, es decir, hay que aprehender precisamente los sonidos reales como analoga. Se da, pues, como un perpetuo en-otro-lugar, como una perpetua ausencia. No hay que figurarse (como Spandrell en Contrapunto de Huxley, como tantos platónicos) que existe en otro mundo, en un cielo inteligible. No está simplemente – como, por ejemplo, las esencias – fuera del tiempo y del espacio: está fuera de lo real, fuera de la existencia. No lo oigo realmente, lo escucho en lo imaginario. Es lo que explica la dificultad que siempre tenemos para pasar del "mundo" del teatro o de la música al de nuestras preocupaciones diarias.

A decir verdad, – no hay paso de un mundo a otro, hay paso de la actitud imaginante a la actitud realizante. La contemplación estética es un sueño provocado y el paso a lo real es un auténtico despertar. Se ha hablado con frecuencia de la "decepción" que acompañaba la vuelta a la realidad. Pero no explicaría que ese malestar existe, por ejemplo, tras la audición de una pieza realista y cruel; en este caso, en efecto, la realidad debería ser aprehendida como tranquilizadora. De hecho, este malestar es simplemente el del durmiente que se despierta: una conciencia fascinada, bloqueada en lo imaginario muchas veces, se libera por la brusca detención de la pieza, de la sinfonía, y vuelve a tomar repentinamente contacto con la existencia. Tampoco hay que provocar el asco nauseoso que caracteriza la conciencia realizante.

Se puede concluir de estas observaciones que lo real nunca es bello. La belleza es un valor que nunca se podría aplicar más a lo imaginario y que comporta el anonadamiento del mundo en su estructura esencial. Por eso es estúpido confundir a la moral con la estética. Los valores del Bien suponen el estar-en-el-mundo, apuntan a l as conductas en lo real y están sometidos ante todo a lo absurdo esencial de la existencia. Decir que se "toma" ante la vida una actitud estética es confundir constantemente lo real y lo imaginario. Ocurre sin embargo que tomábamos la actitud de contemplación estética frente a acontecimientos u objetos reales. En tal caso cualquiera puede ver en sí una especie de retroceso en relación con el objeto contemplado que se desliza a su vez en la nada. Es que a partir de este momento, ya no está percibido funciona como analogon de sí mismo, es decir, que una imagen irreal de lo que es se manifiesta para nosotros a través de su presencia actual. Esta imagen puede ser pura y simplemente el objeto "mismo" neutralizado, anonadado, como cuando contemplo a una hermosa mujer. 0 la suerte de matar en una corrida de toros; también puede ser la aparición imperfecta y confusa de lo que podría ser a través de lo que es, como cuando el pintor aprehende la armonía de dos colores más violentos, más vivos, a través de las manchas reales que encuentra en una pared. Al mismo tiempo el objeto, al darse como detrás de él mismo, se vuelve intocable, está fuera de nuestro alcance; de aquí una especie de desinterés doloroso en relación con él. En este sentido se puede decir que la extrema belleza de una mujer mata el deseo que se tiene de ella. En efecto, no podemos colocarnos a la vez en el plano estético donde aparece este "ella misma" irreal que admiramos y en el plano realizante de la posesión física. Para desearla habría que olvidar que es bella, porque el deseo es un sumergirse en el seno de la existencia en cuanto tiene de más contingente y de más absurdo. La contemplación estética de los objetos reales tiene la misma estructura que la paramnesia, en la cual el objeto real funciona como analogon de él mismo en el pasado. Pero en uno de los casos hay anonadamiento y en – el otro pasadificación. La paramnesia difiere de la actitud estética como la memoria difiere de la imaginación.

Cuadernos
Por Georges Braque

De hecho el pintor no ha realizado su imagen mental: sencillamente, ha constituido un analogon material tal que cada cual pueda

Hay que elegir. Una cosa no puede ser verdadera y verosímil a la vez.

Olvidemos las cosas, consideremos sólo las relaciones

Espacio visual y espacio táctil:

– el espacio visual separa los objetos entre sí.

– el espacio táctil nos separa de los objetos.

Espacio visual: El turista contempla el lugar.

Espacio táctil: El artillero alcanza el blanco (la trayectoria es la prolongación del brazo)

Poca gente puede decirse: acá estoy. Se buscan en el pasado y se ven en el porvenir.

El vaso da la forma al vacío y la música al silencio.

Una cosa no puede estar en dos lugares a un tiempo. No se puede tener algo en la mente y ante los ojos a la vez

Es lo imprevisible lo que crea el acontecimiento

Hay que tener siempre dos ideas: una para destruir a la otra.

NOTAS
(1) Ver "Lo Imaginario", J.-P. Sartre, Tercera parte, § II.

(2) En este sentido puede decir una principianta que su miedo le ha servido para representar la timidez de Ofelia. Si le ha servido es que de pronto lo ha irrealizado, que ha dejado de aprehenderlo para si misma y lo ha aprehendido como analogon de la timidez de Ofelia.

De Lo Imaginario, 1940

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El autor como productor, Walter Benjamin

Original de 1934,Traducción de Jesús Aguirre
Taurus. Ed. Madrid 1975

Ustedes recuerdan cómo Platón, en el proyecto de su Estado, procede con los poetas. En interés de la comunidad les prohibe que residan en él. Platón tenía un alto concepto del poderío de la poesía. Pero la tuvo por dañina, por superflua, bien entendido que en una comunidad perfecta. Desde entonces no se ha planteado a menudo con la misma insistencia la cuestión del derecho a la existencia del poeta; pero hoy sí que se plantea. Sólo que raras veces en esa forma. Pero a ustedes todos les resulta más o menos habitual en cuanto cuestión acerca de la autonomía del poeta: acerca de su libertad para escribir lo que quiera. No son ustedes proclives a aprobar esa autonomía. Creen que la actual situación social le obliga a decidir a servicio de quién ha de poner su actividad. El escritor burgués recreativo no reconoce tal alternativa. Ustedes le prueban que trabaja, aun sin admitirlo, en interés de determinados intereses de clase. Un tipo progresista de escritor reconoce la alternativa. Su decisión ocurre sobre la base de la lucha de clases, al ponerse del lado del proletariado. Se ha acabado entonces su autonomía. Orienta su actividad según lo que sea útil para el proletariado en la lucha de clases. Se acostumbra decir que persigue una tendencia.

Ya tienen ustedes el término en torno al cual se mueve desde hace tiempo un debate que les es familiar. Les es a ustedes familiar, y por eso saben qué estérilmente ha discurrido. Esto es, que no se ha librado del aburrido «por una parte, por otra parte»; por una parte ha de exigirse de la ejecución del poeta la tendencia correcta, y por otra parte se está en el derecho de esperar calidad de dicha ejecución. Esta fórmula es, desde luego, insatisfactoria en tanto que no nos percatemos de cuál es la interconexión que existe entre ambos factores, calidad y tendencia. Naturalmente, se puede decretar esa interconexión. Se puede declarar: una obra que presente la tendencia correcta, no necesita presentar otra calidad. Pero también puede decretarse: una obra que presente la tendencia correcta, debe necesariamente presentar cualquier otra calidad.

Esta segunda formulación no es ininteresante, más aún: es correcta. Yo la hago mía. Pero al hacerlo, rechazo decretarla. Esta afirmación debe ser probada. Y para intentar esta prueba reclamo su atención. Quizá objeten ustedes que se trata de un tema en verdad especial, incluso remoto. ¿Y con prueba semejante quiere usted favorecer el estudio del fascismo? Eso es lo que de hecho me propongo. Puesto que espero poder mostrarles que el concepto de tendencia, en la forma sumaria en que generalmente se encuentra en el debate al que acabamos de aludir, es un instrumento por completo inadecuado para la crítica literaria política. Quisiera mostrarles que la tendencia de una obra literaria sólo podrá concordar políticamente, si literariamente concuerda también. Es decir, que la tendencia política correcta incluye una tendencia literaria. Y añadiremos en seguida: esa tendencia literaria, contenida de manera implícita o explícita en cada tendencia política correcta, es la que constituye, y no otra cosa, la calidad de la obra. Por eso la tendencia política correcta de una obra incluye su calidad literaria, ya que incluye su tendencia literaria.

Esta afirmación espero poder prometerles que pronto quedará más en claro. Por el momento excluyo que pueda para mi consideración escoger otro punto de partida. Parto del estéril debate acerca de la relación en que estén entre sí tendencia y calidad de la obra literaria. Hubiese podido también partir de otro debate más antiguo, pero no menos estéril: en qué relación están forma y contenido, y especialmente en la literatura política. Este planteamiento del asunto está desacreditado; y con razón. Pasa por ser un caso típico del intento de acercarse a los complejos literarios adialécticamente, con rutina. Bien. ¿Pero cómo es entonces el tratamiento dialéctico de la misma cuestión?

El tratamiento dialéctico de la cuestión, y con ello llego a nuestro asunto, nada puede hacer con cosas pasmadas, aisladas: obra, novela, libro. Tiene que instalarlas en los contextos sociales vivos. Con razón declaran ustedes que esto es algo que se ha emprendido repetidas veces en el círculo de nuestros amigos. Es cierto. Solo que al hacerlo se ha caído con frecuencia en lo grandioso, y por tanto, necesariamente, también a menudo en lo vago. Las relaciones sociales están condicionadas, según sabemos, por las relaciones de la producción. Y cuando la crítica materialista se ha acercado a una obra, ha acostumbrado a preguntarse qué pasa con dicha obra respecto de las relaciones de la productividad de la época. Es ésta una pregunta importante. Pero también muy difícil. Su respuesta no siempre está a cubierto de malentendidos. Y yo quisiera proponerles a ustedes ahora una cuestión más cercana. Una cuestión que es más modesta, que apunta algo más corto, pero que ofrece, a mi parecer, más probabilidades en orden a una respuesta. A saber, en lugar de preguntar: ¿cómo está una obra respecto de las relaciones de producción de la época; si está de acuerdo con ellas; si es reaccionaria o si aspira a transformaciones; si es revolucionaria?; en lugar de estas preguntas o en cualquier caso antes que hacerlas, quisiera proponerles otra. Por tanto, antes de preguntar: ¿en qué relación está una obra literaria para con las condiciones de producción de la época?, preguntaría: ¿cómo está en ellas? Pregunta que apunta inmediatamente a la función que tiene la obra dentro de las condiciones literarias de producción de un tiempo. Con otras palabras, apunta inmediatamente a la técnica literaria de las obras.

Con el concepto de la técnica he nombrado ese concepto que hace que los productos literarios resulten accesibles a un análisis social inmediato, por tanto materialista. A la par que dicho concepto de técnica depara el punto de arranque dialéctico desde el que superar la estéril contraposición de forma y contenido. Y además tal concepto entraña la indicación sobre cómo determinar correctamente la relación entre tendencia y calidad, por la cual nos hemos preguntado al comienzo. Si antes, por tanto, nos permitimos formular que la tendencia política correcta de una obra incluye su calidad literaria, porque incluye su tendencia literaria, determinamos ahora con mayor precisión que esa íntima tendencia de consistir en un progreso o en un retroceso de la técnica literaria.

Seguro que está en su sentir que salte ahora, sólo en apariencia sin mediación alguna, a circunstancias literarias muy concretas. A circunstancias rusas. Quisiera que se fijasen ustedes en Sergei Tretiakow y al tipo, que él define y encarna, de escritor «operante». Este escritor operante da el ejemplo más tangible de la dependencia funcional en la que, siempre y en todas las situaciones, están la tendencia política correcta y la técnica literaria progresiva. Claro que sólo un ejemplo, otros me los reservo. Tretiakow distingue al escritor operante del informativo. Su misión no es informar, sino luchar; no jugar al espectador, sino intervenir activamente. Determina tal misión con los datos que proporciona sobre su actividad. Cuando en 1928, en la época de la colectivización total de la agricultura, se lanzó la consigna «Escritores a los ko1joses», Tretiakow partió para la comuna «El faro comunista» y, durante dos largas estancias, acometió los trabajos siguientes: convocatoria de los meetings de masas; colecta de dinero para los pagos de los tractores; persuasión de campesinos para que entrasen en los koljoses; inspección de las salas de lectura; creación de periódicos murales y dirección del periódico del koljós; introducción de la radio y de cines ambulantes, etc., etc. No es sorprendente que el libro Señores del campo, que Tretiakow había redactado a continuación de esta estancia, tuviese que ejercer una influencia considerable sobre la configuración ulterior de las economías colectivistas.

Tal vez ustedes estimen a Tretiakow y opinen, sin embargo, que su ejemplo no dice demasiado en este contexto. Las tareas a las que se sometió, objetarán quizá, son las de un periodista o propagandista; con la creación literaria no tienen mucho que ver. Pero he entresacado el ejemplo de Tretiakow intencionadamente para señalar cómo, desde un tan amplio horizonte, hay que repensar las ideas sobre formas o géneros de la obra literaria al hilo de los datos técnicos de nuestra situación actual, llegando así a esas formas expresivas que representen el punto de arranque para las energías literarias del presente. No siempre hubo novelas en el pasado, y no siempre tendrá que haberlas; no siempre tragedias; no siempre el gran epos; las formas del comentario, de la traducción, incluso de lo que llamamos falsificación, no siempre han sido formas que revolotean al margen de la literatura, y no sólo han tenido su sitio en los textos filosóficos de Arabia o de China, sino además en los literarios. No siempre fue la retórica una forma irrelevante, sino que en la Antigüedad imprimió su sello a grandes provincias de la literatura. Todo ello para familiarizarles a ustedes con el hecho de que estamos dentro y en medio de un vigoroso proceso de refundición de las formas literarias, un proceso en el que muchas contraposiciones, en las cuales estábamos habituados a pensar, pudieran perder su capacidad de impacto. Permítanme que les dé un ejemplo de la esterilidad de tales contraposiciones y del proceso de su superación dialéctica. Y otra vez estaremos con Tretiakow. Ese ejemplo es el periódico.

«En nuestra literatura —escribe un autor de izquierdas— hay contraposiciones que en épocas más felices se fertilizaban mutuamente, pero que ahora han llegado a antinomias insolubles. Y así divergen sin relación ni orden la ciencia y las belles lettres, la crítica y la producción, la educación y la política. El periódico es el escenario de estos embrollos literarios. Su contenido es un «material» que rehusa toda forma de organización no impuesta por la impaciencia del lector. Y esta impaciencia no es únicamente la del político que espera una información o la del espectador que espera un guiño, sino que tras ella arde la del excluido que cree tener derecho a hablar en nombre de sus propios intereses. Hace tiempo que las redacciones han aprovechado el hecho de que nada ata tanto a un lector a su periódico como esta impaciencia que reclama día a día alimento nuevo; y así han abierto una y otra vez sus columnas a sus preguntas, opiniones, protestas. A la par que la asimilación indistinta de hechos va la asimilación también indistinta de lectores que en un instante se ven aupados a la categoría de colaboradores. En lo cual se esconde un momento dialéctico: la decadencia de lo literario en la prensa burguesa se acredita como fórmula de su restablecimiento en la de la Rusia soviética. En tanto que lo literario gana en alcance lo que pierde en profundidad, empieza a distinguirse entre autor y público, distinción que la prensa burguesa mantiene en pie de manera convencional y que se extingue en cambio en la prensa soviética. El lector está siempre dispuesto a convertirse en un escritor, a saber: en alguien que describe o que prescribe. Cobra acceso a la autoría como perito, y no tanto de una disciplina como sólo de un puesto que ocupa. Es el trabajo mismo el que toma la palabra. Y su exposición en palabras constituye una parte de la capacidad que exige su ejercicio. La competencia literaria no se basa ya, por tanto, en una educación especializada, sino en otra politécnica; así es como se convierte en patrimonio común. Dicho brevemente, se trata de la literarización de las condiciones de vida que se enseñorea de antinomias insolubles por otra vía, y se trata también del escenario —el periódico de la humillación sin barreras de la palabra, escenario en el cual se prepara su salvación.»

Espero haber mostrado con esto que la representación del autor como productor debe remontarse hasta la prensa. Porque sólo en la prensa (en cualquier caso en la de la Rusia soviética) nos percataremos de que el vigoroso proceso de refundición del que hablaba antes no pasa únicamente sobre las distinciones convencionales entre los géneros, entre escritor y poeta, entre investigador y divulgador, sino que somete a revisión incluso la distinción entre autor y lector. La prensa es la instancia más determinante respecto de dicho proceso, y por eso debe avanzar hasta ella toda consideración del autor como productor.

Pero no puede uno quedarse en tal punto. Ya que en Europa occidental el periódico no representa aún un instrumento adecuado en las manos del escritor. Todavía pertenece al capital. Como por un lado el periódico representa, hablando técnicamente, la posición literaria más importante, pero dicha posición por otro lado está en manos del enemigo; por eso no extrañará que el atisbo del escritor en su condicionamiento social, en sus medios técnicos y en su tarea política tenga que luchar con las dificultades más enormes. Cuenta entre los sucesos más decisivos de los últimos diez años en Alemania que una parte considerable de sus cabezas productivas haya llevado a cabo una evolución revolucionaria en cuanto a las ideas bajo la presión de las condiciones económicas, sin estar al mismo tiempo en situación de repensar de veras revolucionariamente su propio trabajo, su relación para con los medios de producción, su técnica. Hablo, como ven ustedes, de la llamada inteligencia de izquierdas, y me limitaré a la que, siendo de izquierdas, es burguesa. En Alemania han partido, en el último decenio, de dicha inteligencia de izquierdas los movimientos político-literarios determinantes. De ellos destaco dos, el activismo y la nueva objetividad, para poner en su ejemplo de bulto que la tendencia política, por muy revolucionaria que parezca, ejerce funciones contrarrevolucionarias en tanto el escritor experimente su solidaridad con el proletariado sólo según su propio ánimo, pero no como productor.

El término de moda, en el que se resumen las exigencias del activismo, es «logocracia», es decir, señorío del espíritu. De buen grado se traduce por señorío de los espirituales. De hecho el concepto de los espirituales se ha impuesto en el campo de la inteligencia de izquierdas y domina sus manifiestos políticos desde Heinrich Mann a Döblin. A tal concepto podemos hacerle notar sin esfuerzo alguno que está acuñado sin miramiento alguno por la posición de la inteligencia en e1 proceso de producción. El mismísimo Hitler, el teórico del activismo, quisiera haber entendido a los espirituales no «como miembros de determinadas ramas profesionales», sino «como representantes de cierto tipo caracteriológico». Dicho tipo caracteriológico está naturalmente en cuanto tal entre las clases. Abarca un número caprichoso de existencias privadas sin deparar el menor apoyo para su organización. Al formular Hitler su repulsa de los jefes de partido, no es poco lo que acota; puede que ellos «sean más sapientes en lo importante…, hablen más cerca del pueblo…, se batan con mayor valentía» que él; pero de una cosa está seguro: de que «piensan con una mayor deficiencia». Es probable, pero de qué servirá, ya que políticamente lo decisivo no es el pensamiento privado, sino el arte, según una expresión de Brecht, de pensar con las cabezas de otras gentes. El activismo se ha empeñado en sustituir la dialéctica materialista por esa magnitud, indefinible en cuanto a las clases, del sano sentido común. Sus espirituales representan en el mejor de los casos un rango. Con otras palabras: el principio de esa educación colectiva es de suyo reaccionario; no es extraño que los efectos de esa colectividad jamás hayan podido ser revolucionarios.

Pero semejante malhadado principio sigue en vigor. Pudo uno darse cuenta de ello cuando, hace tres años, se publicó ¡Saber y transformar! de Döblin. Este escrito era, como es sabido, una respuesta a un joven —al que Döblin llama Hocke— que se había dirigido al célebre autor preguntándole: ¿qué hacer? Döblin le invita a unirse a la causa del socialismo, pero en condiciones cuestionables. Socialismo es, según Döblin: «Libertad, reunión espontánea de los hombres, repulsa de toda coacción, indignación contra la injusticia y la violencia, humanidad, tolerancia, ánimo pacífico.» Sea como sea: en cualquier caso hace de este socialismo un frente en contra de la teoría y de la praxis del movimiento obrero radical. Döblin opina que «no puede salir de ninguna cosa nada que no esté ya en ella; que de la lucha de clases criminalmente encrudecida saldrá justicia, pero no socialismo». Döblin por estas y otras razones da a Hocke: «No puede usted (formula de la manera siguiente la recomendación que por esta y otras razones hace a Hocke), mi estimado señor, ejecutar su afirmativa de principio a la lucha (del proletariado) alistándose en el frente proletario. Debe usted darse por satisfecho aprobando amarga y conmovidamente dicha lucha; pero también sabrá usted que hay algo más que hacer: que sigue sin ocupar una posición enormemente importante…, la protocomunista de la libertad humana individual, de la solidaridad espontánea y la vinculación de los hombres… Esa posición, mi estimado señor, es la única que le incumbe a usted.» Aquí palpamos a dónde lleva la concepción del «espiritual» como tipo definido por sus opiniones, sus actitudes e inclinaciones, pero no por su posición en el proceso de producción. Como dice Döblin, debe encontrar su lugar junto al proletariado. Pero ¿cuál es este lugar? El de un protector, el de un mecenas ideológico. Un lugar imposible. Y así volvemos a la tesis propuesta al comienzo: el lugar del intelectual en la lucha de clases sólo podrá fijarse, o mejor aún elegirse, sobre la base de su posición en el proceso de producción.

En orden a la modificación de formas e instrumentos de producción en el sentido de una inteligencia progresista —y por ello interesada en liberar los medios productivos, y por ello al servicio de la lucha de clases— ha acuñado Brecht el concepto de transformación funcional. El es el primero que ha elevado hasta los intelectuales la exigencia de amplio alcance: no pertrechar el aparato de producción sin, en la medida de lo posible, modificarlo en un sentido socialista. «La publicación de las Tentativas —dice el autor en la introducción de esta serie de escritos— ocurre en trabajos no deben un momento en el que determinados ya ser vivencias individuales (tener el carácter de obra), sino que han de orientarse a la utilización (transformación) de ciertos institutos e instituciones.» No es deseable una renovación espiritual, tal y como la proclaman los fascistas, sino que habrá que proponer innovaciones técnicas. Volveremos todavía sobre estas innovaciones. Ahora quisiera contentarme con indicar la distinción decisiva entre el mero abastecimiento del aparato de producción y su modificación. Y al comienzo de mis elaboraciones quisiera colocar esta frase acerca de la «nueva objetividad»: pertrechar un aparato de producción, sin transformarlo en la medida de lo Posible, representa un comportamiento sumamente impugnable, si los materiales con los que se abastece dicho aparato parecen ser de naturaleza revolucionaria. Porque estamos frente al hecho —del que el pasado decenio ha proporcionado en Alemania una plétora de pruebas— de que el aparato burgués de producción y publicación asimila cantidades sorprendentes de temas revolucionarios, de que incluso los propaga, sin poner por ello seriamente en cuestión su propia consistencia y la consistencia de la clase que lo posee. En cualquier caso se trata de algo correcto mientras esté pertrechado por gentes de rutina, sean éstas o no revolucionarias. Y yo defino al rutinario como hombre que sistemáticamente renuncia a enajenar, por medio de mejoras y en favor del socialismo, el aparato de producción respecto de la clase dominante. Y afirmo además que una parte relevante de la llamada literatura de izquierdas no ha tenido otra función que la de conseguir de la situación política efectos siempre nuevos para divertir al público. Con lo cual llego a la «nueva objetividad». Ella es la que ha promovido el reportaje. Preguntémonos a quién le es útil dicha técnica.

Por razones de plasticidad pongo en primer plano su forma fotográfica. Lo que de ella resulta ser vigente, habrá que transponerlo a la forma literaria. Ambas deben su extraordinaria prosperidad a la técnica de difusión: a la radio y a la prensa ilustrada. Pensemos hacia atrás, hasta el dadaísmo. El vigor revolucionario del dadaísmo consistió en poner a prueba la autenticidad del arte. Se compusieron naturalezas muertas en billetes, en carretes, en colillas, junto con elementos pictóricos. Se ponía todo ello en un marco. Y así se mostraba al público: mirad, vuestro marco hace saltar el tiempo; el más minúsculo pedazo auténtico de la vida cotidiana dice más que la pintura. Igual que la sangrienta huella digital de un asesino sobre la página de un libro dice más que el texto. No poco de estos elementos revolucionarios se ha puesto a salvo en el fotomontaje. No necesitamos pensar sino en los trabajos de John Heartfield, cuya técnica ha hecho de las cubiertas de los libros un instrumento político. Pero sigamos más allá la senda de la fotografía. ¿Qué ven ustedes? Se va haciendo más matizada, siempre más moderna, y el resultado es que no puede ya fotografiar ninguna casa de vecindad, ningún montón de basuras sin transfigurarlos. No hablemos de que estuviese en situación de decir sobre un dique o una fábrica de cables otra cosa que ésta: el mundo es bello. El mundo es bello es el título del célebre libro de fotos de Renger-Patsch, en el cual vemos en su cima a la fotografía neo-objetiva. Esto es que ha logrado que incluso la miseria, captada de una manera perfeccionada y a la moda, sea objeto de goce. Porque si una función económica de la fotografía es llevar a las masas, por medio de elaboraciones de moda, elementos que se hurtaban antes a su consumo (la primavera, los personajes célebres, los países extranjeros), una de sus funciones políticas consiste en renovar desde dentro el mundo tal y como es. Con otras palabras, en renovarlo según la moda.

Tenemos con esto un ejemplo drástico de eso que se llama pertrechar un aparato de producción sin modificarlo. Modificarlo hubiese significado, una vez más, derribar una de esas barreras, superar una de esas contradicciones que tienen encadenada la producción de la inteligencia. En este caso la barrera entre escritura e imagen. Lo que tenemos que exigir a los fotógrafos es la capacidad de dar a sus tomas la leyenda que las arranque del consumo y del desgaste de la moda, otorgándoles valor de uso revolucionario. Pero con mayor insistencia que nunca plantearemos dicha exigencia cuando nosotros, los escritores, nos pongamos a fotografiar. También aquí el progreso técnico es para el autor como productor la base de su progreso político. Con otras palabras: sólo la superación en el proceso de la producción espiritual de esas competencias que, en secuela de la concepción burguesa, forman su orden, hará que dicha producción sea políticamente adecuada; y además dichas barreras competitivas de ambas fuerzas productoras, levantadas para separarlas, deberán quebrarse conjuntamente. El autor como productor experimenta —al experimentar su solidaridad con el proletariado— inmediata solidaridad con algunos otros productores que antes no significaban mucho para él. He hablado de los fotógrafos; quiero intercalar con toda brevedad una frase sobre los músicos que nos viene de Eisler: «También en la evolución de la música, tanto en la producción como en la reproducción, tenemos que aprender a percatarnos de un proceso de racionalización cada vez más fuerte… El disco, el cine sonoro, los aparatos, pueden distribuir ejecuciones musicales refinadas… en forma de conserva como mercancía. Este proceso racionalizador tiene como consecuencia que la reproducción musical se vaya limitando a un grupo de especialistas cada vez más pequeño, pero también mejor cualificado. La crisis de la práctica de los conciertos es la crisis de una forma de producción anticuada, superada por nuevos inventos técnicos.» La tarea consistía, por tanto, en una transformación funcional de la forma del concierto que debiera cumplir dos condiciones: marginar primero la contraposición entre ejecutantes y auditores, y luego la que existe entre técnica y contenidos. A este respecto hace Eisler la siguiente averiguación verdaderamente ilustrativa: «Hay que guardarse de supervalorar la música orquestal y tenerla por el único arte elevado. La música sin palabras sólo en el capitalismo ha cobrado su gran importancia y su expansión plena.» Es decir, que la tarea de modificar el concierto no resulta posible sin la colaboración de la palabra. Esta es la única que, como formula Eisler, puede operar la transformación de un concierto en un meeting político. Con la pieza didáctica Medidas tomadas han demostrado Brecht y Eisler que semejante transformación representa de hecho un tenor sumamente elevado de la técnica musical y literaria.

Si vuelven ustedes a considerar ahora el proceso de refundición de las formas literarias del que hemos hablado, verán cómo la fotografía y la música (y medirán cuántas otras cosas) entran en esa masa incandescente en la que se funden las formas nuevas. Ven ustedes cómo se confirma que la literarización de todas las condiciones de vida es la única que da un concepto ajustado del alcance de este proceso refundidor, igual que el estado de la lucha de clases determina la temperatura bajo la que —más o menos consumadamente— llega a producirse.

He hablado del procedimiento de una cierta fotografía que está de moda: hacer de la miseria objeto del consumo. Al aplicarme a la «nueva objetividad» como movimiento literario, debo ir un paso más adelante y decir que ha hecho objeto del consumo a la lucha contra la miseria. De hecho su significación política se agotó en muchos casos en la transposición de reflejos revolucionarios, en tanto aparecían éstos en la burguesía, en temas de dispersión, de diversión, que sin dificultad se ensamblaron en la práctica cabaretística de la gran urbe. Lo característico de esta literatura es transformar la lucha política de imperativo para la decisión en un tema de complacencia contemplativa, de un medio de producción en un artículo de consumo. Un crítico lúcido lo ha aclarado en el ejemplo de Erich Kästner con las siguientes consideraciones: «Esta inteligencia radical de izquierdas nada tiene que ver con el movimiento obrero. Es más bien, en cuanto fenómeno de descomposición burguesa, la contrapartida de ese momento feudal que el Imperio admiró en el teniente de reserva. Los publicistas radicales de izquierdas de la estirpe de los Kästner, Meliring o Tucholsky son los miméticos proletarios de capas burguesas que se han ve. nido abajo. Su función no es, vista políticamente, producir partidos, sino camarillas, ni tampoco escuelas, vistos literalmente, sino modas, ni productores, vistas económicamente, sino agentes. Agentes o mercenarios que montan un gran tralalá con su pobreza y que se preparan una fiesta con el vacío que abre sus fauces por aburrimiento. No podrían instalarse más confortablemente en una situación incorfortable».

Esta escuela, he dicho, monta un gran tralalá con su pobreza. Con lo cual se ha escapado del cometido más urgente del escritor actual: conocer lo pobre que es y lo pobre que tiene que ser para poder empezar desde el principio. Porque de eso se trata. El Estado soviético no desterrará, como el platónico, al poeta, pero sí —y por eso recordaba yo al comienzo el Estado platónico le adjudicará tareas que no le permitan hacer espectáculo en nuevas obras maestras con la riqueza, hace tiempo falsificada, de la personalidad creadora. Esperar una renovación, en el sentido de esas personalidades, de obras semejantes es un privilegio del fascismo, que saca a este respecto a la luz del día formulaciones tan alocadas como aquella con la que Günter Gründel redondea su rúbrica literaria en la Misión de la generación joven: «No podemos concluir mejor esta perspectiva y esta panorámica que señalando que todavía no se han escrito hasta hoy el Wilhelm Meister, el Heinrich el verde de nuestra generación». Nada puede estar más lejos del autor que haya pensado en serio las condiciones de la producción actual que esperar y ni siquiera desear tales obras. Jamás será su trabajo solamente el trabajo aplicado a los productos, sino que siempre, y al mismo tiempo, se aplicará a los medios de la producción. Con otras palabras: sus productos tienen que poseer, junto y antes que su carácter de obra, una función organizadora. Y, en modo alguno, debe limitarse su utilidad organizativa a la propagandística. La tendencia sola no basta. El excelente Lichtenberg ha dicho: «no importa qué opiniones se tengan, sino qué tipo de hombre hacen las opiniones a quien las tiene». Claro que las opiniones importan mucho, pero la mejor no sirve de nada si no hace algo útil de quienes las tengan. La mejor tendencia es falsa si no enseña la actitud con la que debe ser seguida. Y dicha actitud sólo la puede enseñar el escritor cuando hace algo: a saber, escribiendo. La tendencia es la condición necesaria, pero jamás suficiente, de una función organizadora de las obras. Esta exige además el comportamiento orientador e instructivo del que escribe. Y eso hay que exigirlo hoy más que nunca. Un autor que no enseñe a los escritores, no enseña a nadie. Resulta, pues, decisivo el carácter modelo de la producción, que en, primer lugar, instruye a otros productores en la producción y que, en segundo lugar, es capaz de poner a su disposición un aparato mejorado. Y dicho aparato será tanto mejor cuanto más consumidores lleve a la producción, en una palabra, si está en situación de hacer de los lectores o de los espectadores colaboradores. Tenemos ya un modelo de este tipo, del cual sólo he hablado por alusiones. Se trata del teatro épico de Brecht.

Una y otra vez se escriben tragedias y óperas a cuya disposición está en apariencia un aparato escénico acreditado por el tiempo, mientras que, en realidad, no hacen más que pertrechar un aparato claudicante. «Esa falta de claridad —dice Brecht— que reina entre músicos, escritores y críticos, tiene consecuencias enormes a las que se presta atención harto escasa. Porque al opinar que están en posesión de un aparato, que en realidad les posee a ellos, defienden uno sobre el cual no tienen ya ningún control y que no es, según ellos creen, medio para los productores, sino contra ellos.» Ese teatro de tramoya complicada, de gigantesco reclutamiento de comparsas, de efectos refinadísimos se ha convertido en un medio contra los productores, no en último término porque busca ganar a éstos para la lucha competitiva, carente de salida, en la que están enmarañados el cine y la radio. Ese teatro —piénsese en el educativo o en el recreativo, que ambos son complementarios y forman un todo— es el de una capa social saturada a la que todo lo que su mano toca se le convierte en estímulo. Su puesto está perdido. No así el del teatro que, en lugar de competir con esos nuevos instrumentos de difusión, procura aplicarlos y aprender de ellos, en una palabra, que busca la confrontación. El teatro épico ha hecho cosa suya de dicha confrontación. Conforme al estado actual de la evolución del cine y de la radio, resulta a la altura de los tiempos.

En interés de esa confrontación, Brecht se ha retirado a los elementos más originarios del teatro. En cierto modo se ha conformado con un podio. Ha renunciado a acciones de vasto alcance. Y así es como ha logrado modificar la interdependencia funcional entre escena y público, texto y puesta en escena, director y actores. El teatro épico, ha declarado, no tiene que desarrollar acciones tanto como exponer situaciones. Esas situaciones, como veremos en seguida, las obtiene interrumpiendo las acciones. Les recuerdo a ustedes las canciones, que tienen su función primordial en la interrupción de la acción. El teatro épico, por tanto, asimila —con el principio de la interrupción—, un procedimiento que les resulta a ustedes familiar, por el cine y la radio, en los últimos diez años. Me refiero al procedimiento del montaje: lo montado interrumpe el contexto en el cual se monta. Permítanme una breve indicación respecto de que tal procedimiento es aquí donde quizá tenga su razón específica y consumada.

La interrupción de la acción, por cuya causa ha caracterizado Brecht su teatro como épico, opera constantemente en contra de una ilusión en el público. Tal ilusión es inservible para un teatro que se propone tratar la realidad con intenciones probatorias. Las situaciones están al final y no al principio de esta tentativa. Situaciones que, cobrando una figura u otra, son siempre las nuestras. No se las acerca al espectador, sino que se las aleja de él. Las reconoce como las situaciones reales no con suficiencia, tal en el teatro naturalista, sino con asombro. Esto es, que el teatro épico no reproduce situaciones, más bien las descubre. El descubrimiento se realiza por medio de la interrupción del curso de los hechos. Sólo que la interrupción no tiene aquí carácter estimulante, sino que posee una función organizativa. Detiene la acción en su curso y fuerza así al espectador a tomar postura ante el suceso y a que el actor la tome respecto de su papel. Quiero con un ejemplo mostrarles a ustedes cómo el hallazgo y la configuración brechtianos de lo gestual no significan sino una reconversión de los métodos del montaje, decisivos en la radio y en el cine, que de un procedimiento a menudo sólo en boga pasan a ser un acontecimiento humano.

Imagínense ustedes una escena de familia: la mujer está a punto de coger un bronce para arrojarlo a la hija; el padre, a punto de abrir la ventana para pedir ayuda. En ese instante aparece un extraño. El proceso queda interrumpido; lo que en su lugar pasa a primer plano es la situación con la que tropieza la mirada del extraño: rostros alterados, ventana abierta, mobiliario devastado. Pero hay también una mirada ante la cual las escenas más acostumbradas de la existencia actual no se presentan de manera muy diferente. Se trata de la mirada del dramaturgo épico.

Este enfrenta el laboratorio dramático a la obra de arte total. Vuelve a emprenderla, de una nueva manera, con la gran suerte antigua del teatro: la exposición del que está presente. En el centro de su tentativa está el hombre. El hombre actual; un hombre, por tanto, reducido, congelado en un entorno frío. Pero como éste es el único del que disponemos, nos interesa conocerle. se le somete a pruebas, a dictámenes. Esto es lo que resulta: lo que sucede no es modificable en sus puntos culminantes, no lo es por medio de la virtud y la decisión, sino únicamente en su decurso estrictamente habitual por medio de la razón y de la práctica. El sentido del teatro épico es construir desde los más pequeños elementos de los modos de comportamiento, lo que en la dramaturgia aristotélica se llamaba «acción». Sus medios son, pues, más modestos que los del teatro tradicional; sus metas lo son igualmente. Pretende menos colmar al público con sentimientos, aunque éstos sean los de la rebelión, y más enajenarlo de las situaciones en las que vive por medio de un pensamiento insistente. Advirtamos no más que marginalmente que no hay mejor punto de arranque para el pensamiento que la risa. Y una conmoción del diafragma ofrece casi siempre mejores perspectivas al pensamiento que la conmoción del alma. El teatro épico sólo es opulento suscitando carcajadas.

Quizá hayan caído ustedes en la cuenta de que esta cadena de pensamientos, ante cuya conclusión nos encontramos, le presenta al escritor sólo una exigencia, la exigencia de cavilar , de reflexionar sobre su posición en el proceso de producción. Podemos estar seguros: esta reflexión lleva en los escritores que importan, esto es, en los mejores técnicos de su especialidad, más tarde o más temprano a averiguaciones que de la manera más sobria fundamentan su solidaridad con el proletariado. Quisiera, para terminar, exponerles una documentación actual en la figura de un breve pasaje de la revista Commune. Commune ha organizado una encuesta: «¿Para quién escribe usted?» Cito de la respuesta de René Maublanc, así como de las observaciones que siguen de Aragon. «Indudablemente escribo —dice Maublanc— casi exclusivamente para un público burgués. Primero porque estoy obligado a ello —Maublanc alude aquí a sus obligaciones profesionales como maestro; segundo, porque mi origen es burgués, porque he sido educado en la burguesía y porque procedo de un medio burgués, tanto que soy proclive a dirigirme a la clase a la que pertenezco, que es la que mejor conozco y la que puedo en tender mejor. Lo cual no quiere decir, desde luego, que escriba para darle gusto o para apoyarla. Por un lado, estoy convencido de que la revolución proletaria es deseable y necesaria, y por otro lado, de que será tanto más rápida, fácil, victoriosa, y tanto menos sangrienta cuanto más débil sea la resistencia de la burguesía. El proletariado necesita hoy aliados del campo de la burguesía, igual que en el siglo XVIII la burguesía necesitó aliados del campo feudal. Yo quisiera estar entre esos aliados.» A este respecto observa Aragon: «Nuestro camarada toca aquí un estado de cosas que concierne a un gran número de escritores actuales. No todos tienen el coraje de mirarle de frente… Son escasos los que, como René Maublanc, alcanzan tal claridad sobre su propia situación. Pero es precisamente de éstos de los que hay que exigir más… No basta con debilitar a la burguesía desde dentro, hay que combatirla con el proletariado… Ante René Maublanc y muchos de nuestros amigos entre los escritores, que todavía vacilan, se alza el ejemplo de los escritores de la Rusia soviética que proceden de la burguesía rusa y que, sin embargo, se han hecho pioneros de la edificación del socialismo.»

Hasta aquí Aragon. Pero, ¿cómo han llegado a ser pioneros? Desde luego que no sin luchas muy enconadas, sin confrontaciones sumamente arduas. Las reflexiones que he expuesto ante ustedes constituyen el intento de sacarles rendimiento a esas luchas. Se apoyan en el concepto al que debe su clarificación decisiva el debate acerca de la actitud de los intelectuales rusos: el concepto de especialista. La solidaridad del especialista con el proletariado —y en ello consiste el comienzo de esa clarificación— no puede ser sino mediada. Los activistas y los representantes de la nueva objetividad han podido conducirse como hayan querido: no pudieron abolir el hecho de que la proletarización del intelectual casi nunca crea un proletario. ¿Por qué? Porque la clase burguesa le ha dotado, en forma de educación, de un medio de producción que, sobre la base del privilegio de haber sido educado, le hace solidario de ella, y más aún a ella solidaria de él. Es, por tanto, completamente acertado que Aragon, en otro contexto, explique: «El intelectual revolucionario aparece por de pronto y sobre todo como traidor a su clase de origen.» Esa traición consiste en el escritor en un comportamiento que de proveedor de un aparato de producción le convierte en un ingeniero que ve su tarea en acomodar dicho aparato a las finalidades de la revolución proletaria. Es una eficacia mediadora, pero libera al intelectual de aquel cometido puramente destructivo al que Maublanc, junto con muchos camaradas, parece creer que debe limitarse. ¿Logra favorecer la socialización de los medios espirituales de producción? ¿Ve caminos para organizar a los trabajadores espirituales en el proceso de producción? ¿Tiene propuestas para la transformación funcional de la novela, del drama, del poema? Cuanto más adecuadamente sea capaz de orientar su actividad a esta tarea, más justa será su tendencia, y por tanto necesariamente más elevada, su calidad técnica. Y por otro lado: cuanto con mayor exactitud conozca de este modo su puesto en el proceso de producción, menos se le ocurrirá pensar en hacerse pasar por un «espiritual». El espíritu, que se hace perceptible en nombre del fascismo, tiene que desaparecer. El espíritu, que se le enfrenta con la confianza de su propia virtud milagrosa, desaparecerá. Porque la lucha revolucionaria no se juega entre el capitalismo y el espíritu, sino entre el capitalismo y el proletariado.

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Posted in Cultura | Comments Off on El autor como productor, Walter Benjamin

El cine como instrumento de poes?a, por Luis Bu?uel

El cine como instrumento de poesía 

 

Fuente: Buñuel. Iconografía personal, México,
Ed. Fondo de cultura económica, 1988.

 

El grupo de jóvenes que forman la Direcección de Difusión Cultural se acercó a mí para pedirme una conferencia. Aunque agradecí debidamente la distinción de que me hacían objeto, mi respuesta fue negativa: aparte de que no poseo ninguna de las cualidades que requiere un conferenciante, siento un pudor especial de hablar en público. Fatalmente, el que diserta atrae la atención colectiva de sus oyentes, sintiéndose blanco de sus miradas. En mi caso, no puedo evitar una cierta confusión ante el temor de que puedan creerme un poco, digamos, exhibicionista. Aunque esta idea mía sobre el conferenciante pueda ser exagerada o falsa, el hecho de sentirla como verdadera me obligó a suplicar que mi periodo de exhibición fuera lo más corto posible, y propuse la constitución de una mesa redonda, en la que unos cuantos amigos, pertenecientes a distintas actividades artísticas e intelectuales, pudiéramos discutir en familia alguno de los problemas que atañen al llamado séptimo arte: así, se acordó que el tema fuera el de del "cine como expresión artística", o más concretamente, como instrumento de poesía, con todo lo que esta palabra pueda contener de sentido libertador, de subversión de la realidad, de umbral al mundo maravilloso del subconsciente, de inconformidad con la estrecha sociedad que nos rodea.

Ha dicho Octavio paz: "Basta que un hombre encadenado cierre sus ojos para que pueda hacer estallar el mundo", y yo, parafraseando, agrego: bastaría que el párpado blanco de la pantalla pudiera reflejar la luz que le es propia para que hiciera saltar el universo. Mas por el momento podemos dormir tranquilos, pues la luz cinematográfica está convenientemente dosificada y encadenada. En ninguna de las artes tradicionales existe una desproporción tan grande entre posibilidad y realización como en el cine. Por actuar de una manera directa sobre el espectador, presentándole seres y cosas concretas; por aislarlo, gracias al silencio, a la oscuridad, de lo que pudiéramos llamar su habitat psíquico, el cine es capaz de arrebatarlo como ninguna otra expresión humana. Pero como ninguna otra es capaz de embrutecerlo. Por desgracia, la gran mayoría de los cines actuales parece no tener más misión que ésa: las pantallas hacen gala del vacío moral e intelectual en que prospera el cine, que se limita a imitar la novela o el teatro, con la diferencia de que sus medios son menos ricos para expresar psicologías; repiten hasta el infinito las mismas historias que se cansó de contar el siglo diecinueve y que aún se siguen repitiendo en la novela contemporánea.

Una persona medianamente culta arrojaría con desdén el libro que contuviese alguno de los argumentos que nos relatan las más grandes películas. Sin embargo, sentada cómodamente en la sala a obscuras, deslumbrada por la luz y el movimiento que ejercen un poder casi hipnótico sobre ella, atraída por el interés del rostro humano y los cambios fulgurantes del lugar, esa misma persona casi culta, acepta plácidamente los tópicos más desprestigiados.

El espectador de cine, en virtud de esa clase o de esa especie de inhibición hipnagógica pierde un porcentaje elevado de sus facultades intelectivas. Pondré un ejemplo concreto: la película titulada Detective Story o Antesala del infierno. La estructuración de su argumento es perfecta, el director magnífico, los actores extraordinarios, la realización genial, etc., etc. Pues bien, todo ese talento, todo ese savoir faire, toda la complicación que supone la máquina del film, fue puesta al servicio de una historia estúpida, notable por su bajeza moral. Me viene a la mente aquella máquina extraordinaria del Opus 11, aparato gigantesco, fabricado con el mejor acero, de mil engranajes complicados, tubos, manómetros, cuadrantes, exacto como un reloj, imponente como un trasatlántico, que serviría únicamente para timbrar la correspondencia.

El misterio, elemento esencial de toda obra de arte, falta por lo general en las películas. Ya tienen buen cuidado autores, directores y productores de no turbar nuestra tranquilidad abriendo la ventana maravillosa de la pantalla al mundo liberador de la poesía. Prefieren reflejar en aquélla los temas que pudieran ser continuación de nuestra vida ordinaria, repetir mil veces el mismo drama, hacernos olvidar las penosas horas del trabajo cotidiano. Y todo eso, como es natural, bien sancionado por la moral consuetudinaria, por la ccnsuetudinaria, por la censura gubernamental e internacional, por la religión, presidido por el buen gusto y aderezado con humor blanco y otros prosaicos imperativos de la realidad.

Si deseamos ver buen cine raramente lo encontraremos en las grandes producciones, o en aquellas otras que vienen sancionadas por la crítica y el consenso de los públicos. La historia particular, el drama priva o de un individuo, creo que no puede interesar a nadie digno de vivir en su época; si el espectador se hace partícipe de las alegrías, tristezas o angustias de algún personaje de la pantalla, deberá ser porque ve reflejadas en aquél las alegrías, tristezas o angustias de toda la sociedad, y por tanto las suyas propias. La falta de trabajo, la inseguridad de la vida, el temor a la guerra, la injusticia social, etc., son cosas que, por afectar a todos los hombres de hoy, afectan también al espectador; pero que el señor X no sea feliz en su hogar y se busque una amiga para distraerse, a la que finalmente abandonará para reunirse con su abnegada esposa, es algo moral y edificante, sin duda, pero nos deja completamente indiferentes.

A veces la esencia cinematográfica brota insólitamente de un film anodino, de una comedia bufa o de un burdo folletín. Man Ray ha dicho en una frase llena de significación: "los peores films que haya podido ver, aquellos que me hacen dormir profundamente, contienen siempre cinco minutos maravillosos, y los mejores, los más celebrados, cuentan solamente con cinco minutos que valgan la pena". O sea que tanto los buenos como los malos films, y por encima y a pesar de las intenciones de sus realizadores, la poesía cinematográfica propugna por salir a la superficie y manifestarse.

El cine es un arma maravillosa y peligrosa, si la maneja un espíritu libre. Es el mejor instrumento para expresar el mundo de los sueños, de las emociones, del instinto. El mecanismo productor de imágenes cinematográficas, por su manera de funcionar, es, entre todos los medios de expresión humana, el que más se parece al de la mente del hombre, o mejor aún, el que mejor imita el funcionamiento de la mente en estado de sueño. El film es como una simulación involuntaria del sueño. Bernard Brunius nos hace observar que la noche paulatina que invade la sala equivale al cerrar los ojos: entonces comienza en la pantalla, y en el hombre, la incursión por la noche de la inconsciencia; las imágenes, como en el sueño, aparecen y desaparecen a través de disolvencias y obscurecimientos; el tiempo y el espacio se hacen flexibles, se encogen y alargan a voluntad; el orden cronológico y los valores relativos de duración no responden ya a la realidad; la acción de un círculo es transcurrir en unos minutos o en varios siglos; los movimientos aceleran los retardos.

El cine parece haberse inventado para expresar la vida subconsciente, que tan protundamente penetra, por sus raíces, la poesía; sin embargo casi nunca se la emplea para esos fines. Entre las tendencias modernas del cine, la más conocida es la llamada neorrealista. Sus films presentan ante los ojos del espectador trozos de la vida real, con personajes tomados de la calle e incluso con edificios e interiores auténticos. Salvo excepciones, y cito muy especialmente Ladrón de bicicletas no ha hecho nada el neorrealismo para que resalte en sus films lo que es propio del cine, quiero decir, el misterio y lo fantástico. ¿De qué nos sirve todo ese ropaje de vista si las situaciones, los móviles que animan a los personajes, sus reacciones, los argumentos mismos están calcados de la literatura más sentimental y conformista? La única aportación interesante que nos ha traído, no el neorrealismo, sino Zavattini personalmenté, es la elevación al rango de categoría dramática del acto anodino. En Humberto D., una de las películas más interesantes que ha producido el neorrealismo, una criada de servicio, durante todo un rollo, o sea durante diez minutos, realiza actos que hasta hace poco hubieran podido parecer indignos de la pantalla. Vemos entrar a la sirvienta a la cocina, encender su fogón, poner una olla a calentar, echar repetidas veces un jarro de agua a una línea de hormigas que avanza en formación india hacia las viandas, dar el termómetro a un viejo que se siente febril, etc., etc. A pesar de lo trivial de estas situaciones, esas maniobras se siguen con interés y hasta con suspenso.

El neorrealismo ha introducido en la expresión cinematográfica algunos elementos que enriquecen su lenguaje, pero nada más. La realidad neorrealista es incompleta, oficial; sobre todo, razonable; pero la poesía, el misterio, lo que completa y amplía la realidad tangente, falta en absoluto en sus producciones. Confunde la fantasía irónica con lo fantástico y el humor negro.

"Lo más admirable de lo fantástico" ha dicho Andre Bretón, "es que lo fantástico no existe, todo es real." Hablando con el propio Zavattini hace algún tiempo, expresaba mi inconformidad con el neorrealismo: estábamos comiendo juntos, y el primer ejemplo que se me ocurrió fue el vaso de vino en el que me hallaba bebiendo. Para un neorrealista, le dije, un vaso es un vaso y nada más que eso: veremos como lo sacan del armario, lo llenan de bebida, lo llevan a lavar a la cocina en donde lo rompe la criada, la cual podrá ser despedida de la casa o no, etc. Pero ese mismo vaso contemplado por distintos hombres puede ser mil cosas distintas, porque cada uno de ellos carga de afectividad lo que contempla, y ninguno lo ve tal como es, sino como sus deseos y su estado de ánimo quieren verlo. Yo propugno por un cine que me haga ver esa clase de vasos, porque ese cine me dará una visión integral de la realidad, acrecentará mi conocimiento de las cosas y de los seres y me abrirá el mundo maravilloso de lo desconocido, de lo que no puedo leer en la prensa diaria ni encontrar en la calle.

No crean por cuanto llevo dicho, que sólo propugno por un cine dedicado exclusivamente a la expresión de lo fantástico y del misterio, por un cine escapista, que desdeñoso de nuestra realidad cotidiana pretendiera sumergirnos en el mundo inconsciente del sueño. Aunque muy brevemente, he indicado hace poco la importancia capital que le doy al film que trata sobre los problemas fundamentales del hombre actual, no considerado aisladamente, como caso particular, sino en sus relaciones con los demás hombres. Hago mías las palabras de Engels que define así la función de un novelista (léase para el caso, la de un creador cinematográfico): "el novelista habrá cumplido honradamente cuando, a través de una pintura fiel de las relaciones sociales auténticas, destruya las funciones convencionales, sobre la naturaleza de dichas relaciones, quebrante el optimismo del mundo burgués y obligue a dudar al lector de la perennidad del orden existente, incluso aunque no nos señale directamente una conclusión, incluso aunque no tome partido sensiblemente".

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Posted in Cultura | Comments Off on El cine como instrumento de poes?a, por Luis Bu?uel

Felicidades!

Si puede leer esto, su bit?cora est? lista para empezar a escribir.

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